¡Qué lejano aunque nítido el recuerdo!
Aquel día me sentía la “chica” más bonita del mundo. Estrenaba mi primer mandilón de tela de vichy de cuadritos de color rosa y blanco que amorosamente mi madre había bordado con mi nombre en el bolsillo colocado en un lateral de la botonadura.
Mi cabello negro azabache peinado con flequillo hacia los lados con esmerada línea recogido en dos coletas sin lazo se agitaban saltarinas al compás de cada pequeño paso.
De la mano de mi tía Menchu recorría el último tramo adoquinado hasta llegar frente a aquel colegio que tenía un patio de recreo inmensamente grande.
Y como niña, así lo viví.
-¿Y mi estuche de charol qué? ¡Guau! me lo habían dejado los Reyes Magos las pasadas Navidades. No lo tenía ningún niño en mi escuela y… ¡encima tenía dos pisos! uno para los lapiceros y el “borra”, y el otro para las pinturas y los “retuladores”, pensaba de camino.
Una tarde los rayos de luz del tenue sol de otoño persistían caprichosos en esquivar los árboles del patio del colegio para entrar en aquel aula, grande y luminosa, a través de ventanales de pequeños cuadrados de cristal perfilados con madera pintada de blanco.
Todos, pequeños, estábamos terminando de rellenar con pedacitos de lana la cartulina con la plantilla del dibujo de Pluto, el perro de Mickey Mouse.
Yo fruncía el ceño y me estaba enfadando mucho, hasta pensé romperlo, pues no conseguía despegarme los restos de hilillos de mis pequeños dedos, gracias al “Pegamín”.
-Entonces, vino “un marido” de la “profe”. Si, era un marido muy alto y feo, llevaba puestas unas grandes gafas, y su pelo y su barba, eran muy largos y negros. A todos los amiguitos nos daba mucho miedo cuando se plantaba delante de nosotros y como hormiguitas nos escabullíamos escaleras arriba.
La “profe” llevaba toda la tarde diciéndonos que nos estábamos portando muy mal porque todos estábamos gritando y por mucho que chillaba, no la hacíamos caso.
¡Iba a llamar a D. Alejandro!
Empezamos a temblar cuando escuchamos cómo D. Alejandro subía por las escaleras de madera con sus botas de suelas de goma y a grandes zancadas golpeando con su larga regla el pasamanos de metal, nos castañeteaban los dientes y nos tapábamos con fuerza los oídos.
¡Oh, D. Alejandro venía a castigarnos!
Para cuando traspasó la puerta, toda la clase estábamos de rodillas con las manitas en alto, con ojillos de susto y, mordiéndonos los labios con los dientes de leche que por entonces sólo se tambaleaban, mientras, se nos escapaba alguna lagrimita.
Todos volvimos la mirada a Jose y Pedro, los más peleones de la clase, que se estaban riendo a escondidas y chinchándonos porque decían que a ellos no les dolía.
¡Ja! Como D. Alejandro les vio reírse, les pegó más fuerte todavía.
Y así, cuántos momentos vividos en mi niñez me gustaría mudar desde entonces hasta el día de hoy para disponer de la sabiduría infantil, la que reconoce instintivamente, la que disfruta de cada instante desde la inocencia, desde el desapego de las consecuencias, desde lo que para cada uno es su razón válida, sin cuestionamientos.
Pura inocencia, pura vida. Sentimientos y risas frescas sin condiciones. Sólo cuenta el placer de vivir. Tanto tiempo por delante. Tanto por hacer. Pero tan importante cualquier momento, cualquier juego, cualquier proyecto.
Que alguien me diga dónde, cuándo, y sobre todo, porqué perdemos la frescura, la inocencia, cuando caminamos por la vida siendo adultos. ¡Cuántos pensamientos, emociones y actos estériles!
Arrastramos tanto bagaje emocional y mental que cada movimiento, en vez de brotar espontáneo y natural, se convierte consciente o inconscientemente en una estrategia meticulosamente estudiada.
Control, descontrol, nada se deja al azar, en ocasiones, a la voluntad de una dirección sin rumbo determinado, de forma que, cada día, vivir sea una ocasión, un instante para saborear, fascinándome de nuevo por ese pedacito de lana que coloco sobre el dibujo en mi cartulina.
Rotundamente me rebelo contra quienes definen esta actitud de inconsciente.
¿Qué hay más inconsciente que una vida sin vida?
Vivo cada día con el afán de deshacerme de las cadenas con que pretende condicionarme un entorno que no sabe vivir de otra forma, porque nunca han sabido hacerlo o porque así han entendido que debía de ser.
Y sino… ¡Cambio inocencia por buenas razones!